Gobernadores iconoclastas
Arturo Rodríguez García.
Tres de los últimos cuatro gobernadores de Coahuila han resultado ser picapedreros iconoclastas. En sus gobiernos desarrollaron un gusto especial por demoler y manipular edificios y monumentos, bajo la idea fija -expresada en su respectivo estilo muy personal de decir- de construir algo, digamos nosotros para no desentonar, más mejor.
Hay una anécdota, del amplio repertorio que se le atribuye a Óscar Flores Tapia, sobre “El Indio”, el coloso de piedra que pretendía rendir homenaje al ascendiente tlaxcalteca de los saltillenses, por cierto, recuerdo indeseable para nuestra oligarquía regional, que prefería descender de peninsulares aun con las aindiadas facciones que se cargan y no pueden anular ni metiéndose cuchillo.
Según se cuenta, algún reportero le preguntó a Flores Tapia su opinión sobre las críticas que Armando Fuentes Aguirre, autoapodado Catón, como el sabio tribuno (ya me veo pidiendo a mis lectores: díganme Rousseau), hacía al monumento al Indio, que entre otras cosas, se quejaba de que estaba muy feo. La respuesta atribuida a Flores Tapia, fue una pregunta: ¿a poco él está muy bonito el cabrón?
Cierta o falsa la anécdota, mejor hijos de Santiago que vecinos de la Nueva Tlaxcala. Yo no sé cuántas veces han movido al Indio desde que tuvo rotonda, pero en la última remoción, ahora que hicieron El Sarape, fue a dar más allá, por la carretera 57, como si lo quisieran regresar al centro del país o ya de perdida aventarlo a Matehuala, y arrimar más a Saltillo al Español, que estuvo un día en Arteaga. Por lo pronto, los dos están juntos, aunque no revueltos. Eso sí, ahora se ven más chiquitos, como que los bajaron del nicho y se achaparraron.
No es criticar por criticar, pero a veces uno piensa que los políticos pueden tener motivaciones históricas o de algún tipo más que el mero pragmatismo. Algo así como alejar a esa estatua del hombrón adusto, cara de bonachón como Santa Claus, con los quevedos -que de tanto ponérselos en la iconografía cívica se pensaría que los traía encarnados el pobre- por mera simpatía con el Plan de Agua Prieta y que la última vez que lo movieron, lo acercaron más a Nuevo León, ultimadamente, su corazón fue muy reyista.
Quién sabe. Al menos, al Indio y a don Venustiano, no los han demolido, como sí le ha pasado a varias edificaciones que de repente desaparecieron.
Ley del péndulo
Imaginemos una escuela en pleno evento cívico. Los maestros han pedido, no, han exigido que los niños porten, impecable, el uniforme de gala que suelen ponerse el lunes, cuando la Marcha de Zacatecas no los convoca a formarse para ir al aula, sino para rendir honores a la Enseña Patria.
La profesora de cuarto, prepara a un niño declamador y lo hace memorizar una poesía patriótica, aunque hubiera querido un poema coral, no le dio tiempo; el conserje anduvo desde las cinco de la mañana barriendo y el equipo de utileros, los de logística que les dicen, colocan por todas partes propaganda que lleva por frase “Un gobierno con sentido humano”.
Todo está listo. Los niños de sexto hasta cantarán Máquina 501 y recordarán la proeza de Jesús García Corona, el maquinista que se dice, salvó al pueblo de Nacozari de una terrible matanza, conduciendo su locomotora a despoblado, cuando estaba a punto de estallar. La escuela se llamaba Héroe de Nacozari.
Llega el señor gobernador. Su ropa elocuentemente escogida, su bigote recortado y la mirada en el horizonte, como si permanentemente posara para la eternidad. Y empieza el evento con todo lo que se hace en esos eventos: honores al “lábaro patrio”; presentación de autoridades que van desde el mandatario hasta el subdirector del plantel, pasando por el del sindicato de maestros y una pléyade de funcionarios; declamación; corrido y agradecimiento por su presencia de una niña y de la directora, mujer muy comedida -diría el Piporro-. Yo no estuve pero así me imagino el evento.
Finalmente, el discurso del señor gobernador, Enrique Martínez y Martínez, resuelto en el uso de la palabra, voz modulada que armoniza con el ademán preciso, y un donaire, qué cosa, como que nadie rivaliza con su abrumadora presencia.
Quién sabe qué más habrá dicho pero ese día lo único que se le quedó garbado a los entusiasmados niños por la fiesta cívica de aquel día es que a su escuela la iban a tumbar sin mucho sentido humano. O sea, tanto preparar la recepción para enterarse de que les tiran la escuela, no hay derecho. Pero sí hay, se llama federalismo, un concepto que en su versión más pedestre, quiere decir que el gobernador puede hacer lo que le da su gana.
Según el gobernador, la escuela ya no servía y por ahí ya ni vivía gente, así que él dijo y la escuela se quita. Durante meses, los pequeños son vistos en una vieja casona, disfuncional y no apta para ser escuela, por el mismo rumbo.
Hoy está ahí una plaza pública que nadie frecuenta más que el profesor Sergio Reséndiz cuando hace honores a Miguel Ramos Arizpe, “El Padre del Federalismo”.
Quiso el destino que Humberto Moreira, el sucesor de Enrique Martínez, concluyera que la obra máxima, cumbre de la obra pública, legado para la posteridad, es decir, el Distribuidor Vial Revolución (DVR), de Torreón, debía demolerse porque estaba mal hecho y ya habían tenido dos accidentes.
Eran tiempos en que los puentes de Saltillo apenas eran proyecto, y el anuncio de demolición fue acompañado de una risueña advertencia: a mi no se me van a caer los puentes, dijo Moreira.
Así que dijeran lo que quisieran los martinistas, sobre si se salvaba o no, el DVR fue dinamitado. Ley del Péndulo, Martínez ha de haber sentido lo que sintieron los niños de la Héroe de Nacozari o, al menos yo en su caso, hubiera pensado, algo así como ándele, para que vea lo que se siente. Claro que eso es lo menos, pues en cualquier caso de construcción, demolición y reconstrucción, fueron a cargo de los recursos públicos, pero no hubo alguien que sufriera demasiado por las consecuencias jurídicas que debió motivar la millonaria pérdida.
Más estampas
Nadie pudo prever, en el otoño de 1966, que mármol, vidrio y aluminio iban a pasar de moda años después. Así que para la época, siendo gobernador Braulio Fernández, el edificio era la promesa de la modernidad, del porvenir.
Juegos conceptuales de la demagogia política: el símbolo de la modernidad debía reivindicar la identidad regional, la historia del pueblo y todos esos argumentos que se ofrecen para legitimar las obras que contrastaban, en un espacio arquitectónico que reflejaba la majestuosa austeridad de la fisonomía colonial o de perdida, decimonónica norestense, ahí donde el templo de San Francisco pudo tener mejores vecinos, una mole que albergaría a la burocracia, y que para mejor proveer, dirían los abogados, quedó custodiada por Miguel Ramos Arizpe y Juan Antonio de la Fuente.
En lo personal, Juan Antonio de la Fuente es uno de mis favoritos, entre los próceres que componen el firmamento de personalidades dignas de culto cívico en el estado: fue reprimido por Antonio López de Santa Anna, diputado constituyente en la Reforma, fue representante de México ante Napoleón III y, como tal, se encargó de condenar la invasión. Por si fuera poco, fue un férreo opositor a la determinación impuesta por el cacique genearca de rancias oligarquías, Santiago Vidaurri, que decidió anexar Coahuila a Nuevo León.
El otro, Ramos Arizpe, es más conocido, por su participación en la Constitución de Cádiz y su premanente defensa del ideal federalista, en tanto figura relevante en el nacimiento de la nación.
Mejores custodios no podían colocarse en el Edificio Coahuila, inaugurado por el gobernador Braulio Fernández Aguirre y el presidente Gustavo Díaz Ordaz (alguna mancha debía tener la historia del inmueble). Ahora resulta que ni don Miguel ni don Juan Antonio, custodiaron nada cuando al gobernador Rubén Moreira se le ocurrió tumbar el edificio, construir una plaza pública y aventarlos, al primero a la vieja Capellanía que hoy lleva su nombre y hasta donde me quedé, no sabían qué hacer con el segundo.
Picapiedras
Los ímpetus iconoclastas son peor que eso pues no se limitan a gobernadores. En el pasado proceso electoral, el hoy alcalde electo, Isidro López Villarreal, tuvo la ocurrencia de demoler una parte de la Alameda Zaragoza, a fin de conectar la calle Victoria con la calzada Madero. Ello, naturalmente implicaría destruir la Fuente de las Ranas y aventar quién sabe a dónde a Ignacio Zaragoza, el Héroe de la Batalla de Puebla una cosa muy natural, si supusiéramos que Isidro tiene conciencia histórica.
Me explico: no sé si sea por eso, pero la Fuente de las Ranas debe ser una alegoría a la abundancia de batracios cuando en Saltillo había agua, es decir, antes que la industria, principalmente la del Grupo Industrial Saltillo, se la acabara. Borrón y cuenta nueva. Ahora que el agua es de los españoles, qué mejor que tumbar el prócer que defendió al país de la invasión, aunque sea de los franceses que al cabo, los nuevos dueños del agua son de Barcelona y de ahí a Francia no hay más que un paso, un ratito, si se va en avión.
Esta oleada de picapiedras no es novedad ni se limita a los políticos. El maestro Héctor Jaime Treviño, presidente vitalicio y plenipotenciario de el serpentario de historiadores regiomontanos mejor llamado Academia de la Lengua Viperina, quien tuvo a su cargo la delegación del Instituto Nacional de Antropología e Historia en esa entidad y un día le anexaron también la delegación Coahuila (razón por la cual yo le decía el “Delegado Vidaurri”), ha visto durante años la destrucción de edificios, monumentos y joyas de la arquitectura sacra.
El profesor se puso como meta no morir hasta meter a la cárcel algún curita voluntarioso, de eso que rompen pisos del Siglo XVI, y le meten espantosas lozas de Vitromex, nomás para chulear la parroquia. Abundan tanto como los políticos de mal gusto convencidos de que el concreto estampado es mejor que el viejo adoquín y traen un rompedero de calles por todas partes, con la idea de lograr recursos de Pueblo Mágico para atraer turistas, como si con adoquín o concreto estampado, la gente tuviera muchas ganas de visitar pueblos plagados de narcos donde más que algún bonito y romántico recuerdo para llevar, les toque balacera o levantón y ahí queden.
En mis inicios de reportero, entre muchas otras recomendaciones, Alfredo Dávila me dijo, que la noticia estaba en lo extraordinario, en lo anormal, y que ante ello, como decían lo veteranos reporteros policiacos, siempre debía preguntar, a quién beneficia.
Un ejemplo claro: cuando Humberto Moreira decidió convertir el Centro de Convenciones en oficinas públicas, a la ciudad no le quedó más remedio que rentar salones privados en Villa Ferré o Quinta Real.
Dados los ímpetus de destrucción de los gobernantes, la respuesta a esa pregunta parece entrañar el secreto de las ganas por construir plazas y demoler edificios, de mover monumentos y construir obras de la modernidad que dentro de unos años otro gobernador considerará inservibles y ociosas. Ahí está la clave para entender a los coahuilenses practicantes de la iconoclasia, aunque el vocablo quizás les quede grande, pues lo antiguos iconoclastas, si bien destruían, reconstruían muchas veces construían, como los bizantinos, algo, ahí sí, más mejor. |